La mujer íbera, vínculo de vida y muerte

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Foto: Algunas de las figurillas femeninas íberas que pueden verse en el Museo de Huesca; representantes de la cultura íbera, proseedora de su propia lengua y sistema de escritura. - museo de huesca / fernando alvira

«Las mujeres trabajan la tierra y paren en el mismo campo, bajo un árbol y luego siguen trabajando... El esposo es el que dota a la mujer y son las hijas quienes heredan y eligen las esposas para sus hermanos... Tales costumbres apuntan a una ginecocracia que no puede llamarse civilizada...», escribió Estrabón de las mujeres íberas. Subrayó también su valor, cruel y falto de cordura en tiempos de guerra: «por ejemplo, en la guerra de los cántabros, unas mujeres mataron a sus hijos antes de ser hechas prisioneras..., y una mujer a sus compañeros de cautiverio lo mismo». Excepcionalmente algunas mujeres íberas hacían la guerra, pues el cometido de la mayoría era permanecer en los poblados al cuidado de la casa, de los hijos y ancianos, y de la tierra y del ganado cuando sus maridos hacían la guerra, que era casi siempre. Los textos de Estrabón y de otros historiadores griegos fueron la primera referencia sobre los íberos, denominación que utilizaron para distinguir a las poblaciones del levante y sur de la Península Ibérica, aunque más tarde sirvió para designar a todas las tribus de la península. Las sucesivas campañas arqueológicas y el estudio de los restos encontrados aportan más datos, determinantes para conocer las particularidades de cada zona. Si bien, entre los rasgos que caracterizan a la civilización íbera cabe señalar que la etapa de su mayor apogeo corresponde a los siglos V y IV a.C. cuando tuvo lugar un progresivo aumento del comercio, se introdujo el hierro que mejoró la calidad de las armas, aperos agrícolas y útiles cotidianos, y se incorporó el torno de alfarero. En la provincia de Huesca, el periodo íbero tuvo un comienzo tardío, hacia el 350 a.C., hasta la romanización del territorio, en el 50 a.C., pero fue en Bolskan, la actual ciudad de Huesca, donde en el siglo I a.C. estaba la más importante ceca de la península; tan importante fue por la enorme circulación de monedas que el dinero hispano se conocía como argentum oscense.
Foto: Algunas de las figurillas femeninas íberas que pueden verse en el Museo de Huesca; representantes de la cultura íbera, proseedora de su propia lengua y sistema de escritura. - museo de huesca / fernando alvira

El progresivo desarrollo de la cultura íbera, poseedora de su propia lengua y sistema de escritura, se asentó en una estricta jerarquía territorial y social. La vinculación entre los grandes y pequeños centros poblacionales, su localización en cuencas fluviales o en lugares altos, provistos de estructuras defensivas, fortaleció nuevos y eficaces planteamientos estratégicos en tiempos de guerra. Socialmente, los guerreros eran la casta superior, la de mayor prestigio y poder, un estatus que compartieron con las mujeres de clase alta, vinculadas a ceremonias religiosas y gestiones urbanas, como queda reflejado en los ajuares funerarios. Los lazos comunitarios prevalecían sobre los de parentesco, de ahí que las mujeres, a pesar de depender primero del padre y luego del marido, tenían cierta capacidad para transmitir prestigio y fortalecer vínculos diplomáticos, además de ser el vínculo entre la vida y la muerte. El resto de las mujeres, la mayoría de las mujeres, se ocupaban de las tareas propias de su condición tal como reglamenta una sociedad patriarcal. Encerradas en las casas cuidaban de los hijos y atendían a las labores domésticas, además de tejer y modelar cerámica. Tareas a las que se sumaba, en tiempos de guerra, el trabajo agrícola y ganadero. Se estima que contraían matrimonio a los 15 años. La media de vida era de 34 años, aunque la mortalidad era frecuente durante los embarazos y los partos. Entre los posibles ritos íberos hay quienes defienden que practicaron el de la “covada”, según el cual el padre simula el parto para así aceptar a hijos e hijas.


En el interior de las casas, las mujeres modelaban pequeñas figuras femeninas en terracota, cuyo origen hay que buscar en las esculturas en miniatura realizadas con arcilla, mármol, hueso, cobre y oro encontradas en trescientos yacimientos del Neolítico y Calcolítico por todos los valles de los ríos e islas de la civilización de la Vieja Europa, activa entre los años 7000 y 3500 a.C. en una amplia zona que desde el Egeo se extendía hacia el Adriático, y llegaba por el norte hasta Checoslovaquia, el sur de Polonia y el oeste de Ucrania, según ha estudiado Marija Gimbutas. Todo acabó con las oleadas invasoras de los pueblos nómadas Kurganes procedentes de las estepas de los ríos Dniéper y Volga, que impusieron su ardor guerrero y costumbres jerárquicas patriarcales a los agricultores de la Vieja Europa. Durante todo el cuarto milenio antes de Cristo, la Vieja Europa fue un escenario de guerra y de desplazamientos masivos, y la diosa desapareció. Las damas íberas de Elche y de Baza no son diosas, sino mujeres aristócratas. Y las figurillas en terracota de raigambre popular que se conservan en el Museo de Huesca, procedentes de diferentes yacimientos de la provincia, quizás sean juguetes para niñas. O diosas de cultos domésticos ligados a la maternidad protectora de la diosa madre. A pesar de su precario estado de conservación, aportan datos interesantes; así, por ejemplo, la figurilla de Els Castellassos (Tamarite/Albelda), a la que falta la cabeza, conserva los brazos con los que parece sostener un bebé y en ella destacan los pechos realizados con dos simples trozos de arcilla. La figurilla encontrada en el solar de la Diputación de Huesca conserva la cabeza, tan expresiva mediante añadidos de barro e incisiones, el cuello y arranque del pectoral; lo mismo que la de Olriols (San Esteban de la Litera). Los rastros de pintura aportan detalles de peinado, vestuario y adornos a estas figurillas femeninas cuyos precedentes se sitúan en Siria, Chipre y el Egeo.

Fuente: CHUS TUDELILLA | El Periódico de Aragón, 12 de marzo de 2017

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