EL MITO DE TROYA DESVELADO POR SCHLIEMANN

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Hasta finales del siglo XVIII, para la mayoría  de los estudiosos, Troya, la ciudad cantada por Homero, era un fantasma,una fascinante imagen de poesía, nacida de la mente de uno o varios artistas, mas no una ciudad real, hecha de piedra y madera.

Por otra parte, las descripciones referentes a Troya, en la "Ilíada", son con frecuencias ambiguas y convencionales, lo que contribuyó no poco a desorientar a los investigadores.


La tradición narra que la guerra de Troya fue suscitada por el rapto de Helena, mujer de Menelao, rey de Esparta, seducida por el príncipe troyano Paris. Negáronse los troyanos a devolver a Helena y los griegos, mandados por Agamenón, pusieron sitio a Troya para recobrar a la esposa de su rey y vengar la ofensa.

Muchos de los lectores de la "Ilíada" probablemente no sospechaban que la leyenda tiene un concreto significado realista. Helena fue tan sólo heroína de la epopeya. En varias localidades de Grecia, y sobre todo en Esparta, Argos y Rodas, se le tributaba culto divino relacionándola con la vegetación. Para los citados pueblos era sagrado el plátano, y una planta, especie de enredadera,  llevaba un nombre semejante al suyo: elénion.

Así resulta que la historia de Helena es una "historia sacra". Para comprenderla es necesario remontarse al más antiguo mundo religioso mediterráneo, dominado por un "eterno femenino", el de la figura de la Gran Diosa, relacionada con la fuerza de la Naturaleza, con la fertilidad y con los problemas de la reproducción. Una diosa que impone su amor al varón al cual ha sometido. En el abrazo de la diosa se encuentra la garantía de la perenne renovación de las fuerzas de la Naturaleza y de la continuidad del ciclo vital constituido por la vida, la muerte y la resurrección.

La antigua y sagrada leyenda de la diosa la transformó Homero, en sólo una aventura galante, si bien no faltan en la "Ilíada" algunas explícitas alusiones sobre la "divinidad" de Helena, cuyo encanto parece más que humano.


Un elemento de la leyenda lo constituye el rapto que se acerca aún más al originario fondo religioso.Recuérdese que en la doctrina de Eleusis está comprendida la sacra historia de la doncella divina Kore, hija de Demetrio, raptada en el Más Allá del Hades y destinada, desde aquel momento, a vivir la mitad del año sobre la tierra y la otra mitad en los dos Infiernos.

Helena, lo mismo que Kore, es una mujer raptada (no sólo por Paris, ya que la tradición mitológica narra también la raptó Teseo). El rapto significa "descender a los Infiernos"; una muerte que sufre para poder renacer. Dicho concepto, un tanto obscuro, puede comprenderse se se recuerda que en la sociedad primitiva, los adolescentes eran sometidos a ceremonias de "iniciación", consistentes en un ritual de muerte y resurrección.

De las imágenes venturosas y dramáticas de la "Iliada" surge aún una realidad más misteriosa y remota. En los héroes griegos que han abandonado sus casas para acudir a combatir bajo las murallas de Troya, indignados por el rapto de Helena, revive la sagrada leyenda de los adolescentes que ritualmente luchaban y descendían a los Infiernos para sufrir una especie de rapto y adquirir la fuerza vital de la fertilidad. Ante ellos se elevaban, temibles y horrendas, las murallas de Troya, urbe "sagrada" y "obscura": Troya es la ciudad infernal cuya destrucción presupone la recuperación de la diosa raptada.


El último acto de la tragedia de Troya -el expediente que determinó la caducidad de la ciudad- es el célebre Caballo de madera en cuyo interior se ocultaron astutamente los griegos para poder penetrar hasta el corazón de la ciudad sitiada. Y el Caballo, en la tradición mitológica griega, es un símbolo del pasaje de los Infiernos de Hades. Dentro de un caballo, es decir, ocultos dentro del animal que conduce al reino de los muertos, se introducen los heroicos luchadores en la ciudad infernal.

La última noche de Troya y el incendio infernal de la ciudad son, por tanto, imágenes simbólicas de una aventura ocurrida más allá de los confines humanos, que la tradición poética identificó con el recuerdo de una empresa real, llevada a cabo por los príncipes micénicos en la costa asiática, en la colina de Hissarlik, hoy perteneciente a Turquía.

Los arqueólogos transformaron el mito en realidad. Hoy sabemos que la "Iliada" tiene razón. Troya ha existido. Las excavaciones efectuadas han demostrado la existencia de la ciudad, ampliamente fortificada, con numerosas avenidas y lujosos palacios, que constituyen un gran Emporio en los siglos XII y XIII a.C.

Un día de 1822 nació en Mecklemburgo, en el norte de Alemania, uno de los más extraordinarios descubridores de mundos antiguos que haya dado la humanidad: Enrique Schliemann.

Enrique era hijo de un pastor pobre, si bien bastante culto, quien a diario contaba al chiquillo extrañas y apasionantes historias o le leía largos pasajes de los poemas de Homero. Ello hizo que desde su mas temprana juventud, Schliemann estuviera poseído de la idea de Troya y de su redescubrimiento. Cuenta en su biografía.

"Cuando mi padre, siendo yo un muchacho de ocho años, me regaló por las Navidades de 1829 el libro del doctor Georg Ludwig Jerrers "Historia Universal para niños" y hallé en el volumen un grabado de Troya en llamas y mostrando al fugitivo Eneas, que lleva sobre la espalda a su padre Aquinses y de la mano al pequeño Asanio, no pude menos de gritar, lleno de alegría: "¡Padre, te has equivocado! ¡Jerrers tiene que haber visto Troya; de lo contrario no podía grabar esto aquí!" "Hijo mío -me contestó-, esto no es más que una imagen inventada."
"Pero mi pregunta de si la antigua Troya tuvo en un tiempo murallas tan poderosas como las representadas en el dibujo, fue contestada en sentido afirmativo. "Padre -respondí-, si unas murallas como ésas han existido efectivamente no pueden haber quedado derruidas del todo; bien pueden haberlas ocultado el polvo y las ruinas de los siglos."

El joven Enrique no podía resignarse a la idea de que todo aquel mundo descrito por Homero, antes tan vivo y hermoso, hubiera desaparecido sin dejar ningún rastro. Y con acento que hizo reír a su padre, afirmó seguro:

-Padre, cuando sea mayor hallaré Troya y el tesoro del rey Príamo. Te lo prometo.
Lo más asombroso es que Schliemann cumplió su promesa. Su vida es un magnífico ejemplo de cómo una persona aún de origen modesto puede, por amor al trabajo y al estudio, realizar los más audaces proyectos.

En 1832, a los diez años de edad, el pequeño Enrique ofreció a su padre una descripción latina que hizo sobre la guerra troyana. Cuatro años más tarde, terminaba su instrucción escolar, entró de aprendiz en una tienda de ultramarinos de la pequeña ciudad de Fürstenberg, donde tenía que trabajar desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche, todos los días del año. Fregando y barriendo el suelo de la tienda y vendiendo arenques, sal, aguardiente y escabeche, pasó otros cinco años y medio, en el transcurso de los cuales olvidó cuanto aprendiera de las historias que su padre le había contado.

Cierto día. trabó conocimiento con un descarriado y borracho mozo de molino, quien por la tarde le recitaba en tono poético versos de la "Iliada" de Homero, que el joven Schliemann escuchaba embobado:
Luego escribiría:
" Desde aquel instante no cesé de pedir a Dios que en su misericordia me otorgase la dicha de poder aprender algún día la lengua griega".

Pues bien: tal gracia le fue concedida. Un día acometió la labor de aprender griego...Pero antes devoró el inglés, francés, holandés, español, portugués y ruso. Había ideado un sistema personal de aprendizaje para dominar un idioma en seis semanas.

En 1841, al levantar en la tienda un pesado barril se causó una lesión en el pecho. "La hemoptisis puede curarse viviendo en clima cálido", le dijeron. Esto, y el ansia de ver nuevos horizontes y descubrir nuevas cosas le llevaron al puerto de Hamburgo, donde embarcó como grumete en el "Dorothea" rumbo a Venezuela. Mas la nave no llegó a cruzar el mar del Norte, pues a la altura de Texel naufragó a causa de una tempestad, y Schliemann, con sus pulmones enfermos, pasó nueve horas en un bote abierto. Lo curioso de este desagraciado caso es que los demás náufragos lo perdieron todo: solamente el mísero cofre de Enrique se pudo rescatar intacto de entre las enfurecidas olas.

Schliemann llegó a Amsterdam, Holanda, donde consiguió un empleo de escribiente. A partir de ahora la vida del joven alemán se parece a una novela accidentada, increíble  En unas semanas aprendió ruso y poco después fue nombrado corresponsal en la casa B. H. Schröder y Cía. Y en 1846, cuando contaba solo veinticuatro años de edad, fue enviado a San Petersburgo como representante de la Casa de Amsterdam. Un año más tarde, fundaba en aquella ciudad rusa su primer negocio propio, que sería el punto de partida de otros grandes negocios.

Al verse rico, Schliemann sintió el deseo de viajar, conocer otros países... y acrecentar su fortuna. Con la excusa de verse con su hermano Luis, emigrado en América, emprendió un viaje a California. Allí le dieron la noticia de su muerte. Se hallaba aún en California cuando el 4 de julio de 1850 esta provincia se convirtió en Estado, por lo que Enrique recibió automáticamente la ciudadanía americana, lo mismo que el resto de los habitantes.

 En 1852, ya de regreso en Moscú, Schliemann era extraordinariamente rico. Trafica con grandes cantidades de índigo y maderas tintóreas, algodón y té. No obstante, en sus horas de ensueño no desaparece ni por un momento de su imaginación el velado cuadro de Troya. Pero su hora no ha llegado todavía.


Sorprende observar que Schliemann siempre olfateó inequívocamente lo que le reservaba el porvenir. En octubre de 1854 compró una gran partida de índigo en una subasta efectuada en Amsterdam. Temiendo alguna desgracia, hizo que su mercancía se almacenara aparte. Aquella misma noche ardieron los almacenes generales. Sus mercancías fueron las únicas que se salvaron del desastre.

A partir de 1856 Schliemann comienza a estudiar griego. Primero aprendió el antiguo, después el moderno. ¡ Y los dos en seis meses! Poco después leía a todos los clásicos de alguna importancia al tiempo que "refrescaba" su latín y viajaba por Egipto, Siria, Asia Menor, las Cícladas y Atenas, donde cayó enfermo.Aquí se enteró de que un colega había hecho bancarrota, lo que puso la situación económica de Schliemann en peligro.

Tras muchos meses de sinsabores y disgustos, logró salvar su inmensa fortuna. Y por si fuera poco, su ciudadanía americana le permitió ganar varios millones con la importación de algodón. Cansado de todo aquello, en 1863 liquidó de una vez su negocio y abandonó Rusia para siempre.
Schliemann comenzó un nuevo gran viaje, visitando, entre 1864 y 1868, Cartago, Egipto, la India, China y el Japón. Luego, pasando por California y Centroamérica, llegó a París en la primavera del 1866 y estudió aquí dos años de arqueología.

Al verse ya definitivamente armado, se dirigió a Itaca, veía Roma, Nápoles y Corfú. En la isla de Itaca excavó por primera vez en el Monte Etos. Lo hizo, por cierto, en el lugar en que suponía estuviera el olivo en torno al cual Ulises -según dice Homero- construyó su dormitorio. Ello motivó que los eruditos consideraran como un fantaseador "a aquel aprendiz de arqueólogo".

Conviene recordar que Homero era para Schliemann el Apocalipsis, la Biblia; tomaba al pie de la letra lo que decía el poeta griego, y por ello sentíase dispuesto a dejar caer sobre su personas las risas irónicas de todos. Daba la impresión de que estuviera como beobo. Se pasaba el día recitando versos de la "Odisea" y de la "Iliada" y lloraba emocionado cuando describía el encuentro entre Ulises y Penélope.


Los resultados de sus primeras excavaciones no tuvieron importancia. Poco después Schliemann visitó Micenas, y lanzó allí enseguida el debate de la decisiva cuestión de si Pausanidas no quiso decir que las tumbas de Agamenón y Atreo se hallasen dentro de la muralla de la fortaleza y no dentro del más amplio recinto de los muros de la ciudad.

Micenas, sin embargo, no consiguió en principio detener a Schliemann. Inmediatamente se puso en viaje hacia Constantinopla, y el mismo día de su llegada a la ciudad turca emprendió el regreso a los Dardanelos. Este lugar le atraía como un imán...

Con el texto de la "Iliada" en la mano, Schliemann exploró aquellos terrenos, tratando de reconocer por su aspecto el paisaje descrito por Homero tres mil años antes. Aquella investigación le parecía un juego detectivesco. Solía decir:

-En esta clase de descubrimientos creo más en la intuición que en la lógica científica.
Según la relación de Homero, el rey Príamo presenció los principales lances de la guerra de Troya desde las torres de la ciudad. Esto hizo que, al recordarlo, Schliemann fijara su atención en una colina llamada Hissarlik, de sólo unos treinta metros de altura, pero cuya posición era la más adecuada para situar una ciudad desde la que se habría podido dominar toda la llanura circundante.

Obsesionado con su idea, comenzó a planear sus excavaciones para desenterrar Troya... si es que realmente existía. Por aquel entonces, se enamoró de una bellísima  griega llamada Sofía Engastromenos, con la que contrajo matrimonio en 1869. Poco más tarde, tras la gestiones para obtener de Turquía  el permiso correspondiente, en 1870 Schliemann pudo comenzar las excavaciones en la colina de Hissarlik, contratando ochenta obreros.

Impaciente y febril, Enrique Schliemann presenciaba los trabajos. Pronto las azadas, los picos y las palas empezaron a exhumar las bases de un muro, vasos, armas, enseres domésticos  restos y ruinas que evidenciaban a una ciudad, y que al entusiasta arqueólogo le parecieron que pertenecían a la nueva Ilión.
-No puede ser Troya todavía -exclamaba Schliemann-. Sigamos excavando.

Sin embargo, la empresa no era fácil ni cómoda. De los pantanos cercanos se levantó una nube de mosquitos que llevaron la fiebre a los trabajadores. Esto obligó a Schliemann a suspender el trabajo temporalmente.

Por otra parte, muchos sabios se mostraban hostiles a Schliemann al que trataban de intruso y de loco al saber que éste se empeñaba en descubrir Troya, la ciudad cantada por Homero.

Reanudadas las excavaciones con un ímpetu mayor, nuevos hallazgos de murallas, restos de alfarería y tesoros confirmaron a Schliemann en su sensacional descubrimiento. Después de encontrar los cimientos de siete ciudades, una bajo la otra, en la colina Hissarlik, en la antepenúltima  capa descubrió señales de incendio y destrucción. Fue entonces cuando Schliemann estremeció al mundo científico con esta noticia sensacional:

-¡ He hallado la ciudad de Troya!

Ante aquellas declaraciones algunos de los incrédulos sabios comenzaron, por fin, a tomar en serio las afirmaciones de aquel arqueólogo aficionado que se llamaba Schliemann. Y al efectuar las investigaciones pertinentes, no dudaron en aceptar que aquel mundo desenterrado "parecía ser la desaparecida ciudad de Troya".

Luego, el notable y tenaz Schliemann puso al descubierto dos ciudades más. La última correspondía a la época prehistórica y yacía en el fondo de aquellas capas. Cada una de las nueve ciudades surgía en el mismo sitio varios siglos después de la destrucción de la anterior. Los constructores de cada ciudad habían nivelado las ruinas de la ciudad precedente y utilizaron las mismas piedras para las nuevas murallas y casas.


De este modo, súbitamente, la leyenda de los héroes homéricos, el largo asedio, la destrucción final de Troya, emergía del mito para adquirir una desconcertante realidad histórica. Si bien es cierto que Schliemann sufrió un error en su primera identificación de los estratos "homéricos" de Troya, las excavaciones e investigaciones realizadas hasta la fecha en Hissarlik y en todo el litoral mediterráneo, atestiguan, sin lugar a dudas, que realmente existió en la historia una guerra de Troya. Es decir, que hacia el año 1260 a.C. (o poco antes) una coalición de griegos combatió contra los troyanos y sus aliados, consiguiendo, al fin, destruir la ciudad.

Loa arqueólogos de la actualidad han rectificado, no obstante, la opinión de Schliemann reconociendo los restos de Troya "homérica" en el llamando estrato VII (partiendo siempre desde abajo).


Se cuenta que el día antes de suspender los trabajos en la colina donde acababa de hallar la ciudad de Troya, Schliemann, acompañado de su esposa Sofía, fue a recorrer, por última vez, el lugar de las excavaciones. Y en ese momento dieron con un insólito hallazgo: era una pesada y gran vasija de cobre repleta de joyas de oro. Para no tentar la codicia de los obreros, Schliemann los despidió del trabajo con una excusa y luego, con su mujer, se dispuso a ver el tesoro hallado. Ante sus atónitos ojos aparecieron dos diademas deslumbrantes, sesenta pendientes, seis brazaletes, dos copas de oro, un ceñidor... e innumerables piezas más.

-¡Es el tesoro del rey Príamo! -exclamó Schliemann, estupefacto.

Actualmente se sabe que aquel fabuloso tesoro, aquellas joyas no fueron precisamente del rey Príamo evocado por Homero, sino de algún rey mil años más antiguo, lo que no disminuye el mérito de Schliemann.

Burlando al gobierno turco, que quería incautarse de aquellas riquezas halladas en su territorio, Schliemann las puso a buen recaudo en Grecia, y de allí las remitió la Museo de Berlín, indemnizando, en cambio, a la Sublime Puerta con su fortuna.

Cuando luego todo el mundo felicitaba a Schliemann por su descubrimiento, este denegaba enérgicamente ante las felicitaciones de ensalzadores eruditos. Y con corazón palpitante y vivo sentimiento de triunfo, decía:

-No es mérito mío. Todo consistió en Homero; no se necesitaba sino leer, creer... y luego cavar.

Pasó el tiempo, y allá por el año 1876 el ya célebre Schliemann se propuso excavar en Micenas, la que Homero llamó "ciudad dorada". Uno de sus propósitos era descubrir la tumba de Agamenón, el hermano de Menelao, esposo de Helena de Troya. Y como Schliemann era hombre de ambición, pronto inició sus trabajos de excavación en las cercanías de las ruinas de Micenas.


Y lo hizo con la misma fe que en Troya, diciéndose que si el mundo de Príamo pudo ser sacado a luz, ¿por qué no también es de su gran protagonista Agamenón de Micenas?

Al poco tiempo de iniciados los trabajos en Micenas, Schliemann logró resultados sorprendentes. Después de descubrir el "ágora" de la ciudad fueron apareciendo armas, cerámicas, frisos artísticos y otros varios objetos muy bien conservados. Ya muy cerca de la Puerta de los Leones se realizó el hallazgo que dejó sin aliento al mundo: quince cadáveres, que en cinco tumbas excavadas en las galerías rocosas, y adornados magníficamente yacían aún exactamente como fueron colocados hace más de tres mil años.

Sobre los rostros de los hombres se encontraron máscaras de oro que imitaban los rasgos de los fallecidos;placas del mismo metal, ricamente adornadas con volutas, cubrían el pecho. Las vestiduras de las mujeres aparecían igualmente cubiertas de oro. En una tumba donde había tres enterradas, se hallaron setecientas placas de oro magníficamente dibujadas, largas como un dedo y que a guisa de escamas debían haber adornado los vestidos de las regias damas. Éstas, además, habían llevado brazaletes y pendientes de oro y magníficas diademas, adornando asimismo todo ello del modo más diverso. En sus cabellos se veían grandes alfileres con botones de cristal de roca; rodeando el cuello multitud de gemas sobre las que estaban grabadas muchas y notables representaciones de animales y escenas de la vida de los dominadores.


Durante 1884 y 1885 excavó, ayudado por Dörpfeld, las ruinas de la fortaleza de Tirinto Esta tercera gran excavación de Schliemann no produjo oro; pero, en cambio, dio como fruto un castillo: el de Tirinto, que éste sí era un verdadero palacio homérico.

Los descubrimientos que allí realizó se cuentan entre sus mejores trabajos: sólo entonces pudo completarse en sus rasgos esenciales el cuadro de la cultura micénica. Y con lo que un decenio después descubriría en Creta el arqueólogo Evans, se tuvo la imagen completa de una cultura prehistórica que dominó antaño las riberas mediterráneas.

Y aunque posteriormente se han conseguido hallazgos en la Tróada y en numerosos lugares helénicos, éstos no hicieron más que reforzar la convicción de que el descubrimiento de una época completa y del más alto valor cultural, sólo a Enrique Schliemann había que agradecérselo.


Tan inmensos fueron sus hallazgos, tan incalculables los tesoros que descubrió, que pudo escribir y afirmar: "Todos los museos del mundo, conjuntamente, no poseen ni la quinta parte de lo que aquí tengo".

Durante algún tiempo estuvo indeciso Schliemann sin saber qué hacer con sus ricas colecciones. Pensó en donarlas al morir a Grecia, a Francia, a Inglaterra, a Rusia... Si bien, por un inexplicable azar del destino, guiado por la hábil mano del médico Virchow, sus incalculables colecciones pasaron al Museo de Prehistoria de Berlín.

Lo más terrible fue que en 1940, durante la segunda Guerra mundial, un bombardeo dispersó en parte el tesoro de Schliemann, desapareciendo muchísimos de aquellos únicos e insustituibles objetos de arte. La toma de Berlín por los soviéticos propició la desaparición del tesoro de Príamo que, posteriormente apareció en los fondos del Museo de Pushkin en Moscú, donde fue llevado como botín de guerra.


Enrique Schliemann falleció durante las navidades de 1890, hallándose en Nápoles con su esposa Sofía y sus hijos, Andrómaca y Agamenón. Sufrió un ataque de parálisis y murió poco después, a los sesenta y ocho años.



Por Juan Antonio Cerpa Niño

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Historia y Arqueología. Divulgando la Historia desde 1998. Bienvenidos a la Cultura.

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